- I -
Un día miré por la ventana y ya no eran, las que hasta entonces habían sido, las mismas cosas. No es que el Sol ya no saliera por donde mismo, o que Doña Margarita, la del quinto, no siguiera con sus cotilleos con sus vecinas; al contrario, todo eso seguía igual, pero el tiempo o el aire había cambiado. Sonó el despertador y ya parecía distinto. Lo apagué tras unos minutos porque tardé en reaccionar debido a la sorpresa que me había llevado por escucharlo de ese modo tan diferente. Después de darle un pequeño golpe para que dejara de gritar como un loco me giré y ya te habías levantado. Me estabas mirando, como entre la penumbra con esos ojos tan oscuros o tan claros y no sonreíste porque te desperezabas mientras me seguías mirando como un analista. Creo que no habías descansado todo lo bien que se necesita para tener un buen rendimiento durante el día. Nunca me ha gustado esa palabra, rendimiento. Trae consigo demasiadas cosas ocultas y, lo peor de todo, es que el que la usa normalmente te trata como si fueras una máquina. Hoy la utilizo pero sin ese significado. Tu cara lo decía todo, es más, no tu cara, sino ese pequeño brillo de los ojos que a veces dice tanto y otras no dice nada. Habías pasado una noche mala, de esas que cuestan pasarlas y te levantas aún más cansado de lo que te acostaste. Me acerqué a tu cara y te di un beso de buenos-días, sin pasión y casi sin ganas. Era una costumbre y era bueno conservarla. Conllevaba muchísimas cosas y, entre ellas, el que te sigo amando. Pero el amor no es sólo como lo pitan en las películas americanas. No es siempre tan fresco ni tan jovial ya que llega a convertirse en una monotonía tan hermosa que nunca te gustaría dejarla. Te amo y siempre, desde el primer instante, te he amado, no con la misma itensidad (según pasan los días yo te voy conociendo y tú me conoces aún más de lo que nosotros mismos nos conocemos) porque ese amor se ve intensificado. Aumenta sin conocer límites, sin conocer fronteras.
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